sábado, 27 de febrero de 2010

Miedo y asco

“Por favor, dejen su felicidad junto al abrigo al entrar. Gracias.” Así rezaba, y aún lo hace, este blog en su cabecera. Y yo me pregunto qué le ocurrió, por qué fue abandonado a su suerte para que, tiempo después, llegara alguien como yo a recuperarlo de sus cenizas. Me siento extraño, como si fuera un superviviente de un incierto futuro que, metido en su cabina de mandos, violara la tranquilidad de este sitio que durante tanto tiempo fue descuidado. Algo así como cuando entras en una casa abandonada por su dueño como si este la hubiera cedido a las plantas salvajes que ahora dominan el jardín que antes era un lugar cuidado y floreciente.

Volviendo: Me pregunto si los encargados de este lugar han encontrado la felicidad y se han negado para siempre a colgarla en la percha por miedo a que se le escapara, esta vez para siempre. Se supone que tengo permiso para escribir aquí, pese a ello mi sensación de violador me acosa mientras lo hago.

Seré valiente y me permitiré colgar durante un tiempo mi felicidad, no creo que ella vuele más lejos de lo que ahora mismo se encuentra. Por lo que sé, tiene pánico a los aviones.

Todo esto me lleva a pensar en ese futuro incierto: Servidores repletos de espacios como este donde ya no hay dueños que lo mantengan, pero que siguen siendo accesibles por lectores anónimos.

Tal vez en esta posmodernidad extraña que nos ha tocado vivir la inmortalidad no está en un libro, sino en un lugar de internet.

El miedo y el asco eran antes los motivos por los que tres individuos nos metíamos aquí a escribir. ¿Ha desaparecido el miedo, tal vez el asco? ¿Qué motivos nos impulsan ahora a escribir, si es que mis compañeros siguen haciéndolo? Ya ni sé nada de ellos.

Tal vez ese futuro incierto no esté tan lejos. Tal vez este sea el futuro incierto de aquellos tres que antes llevaban todo esto. Desde luego puedo hablar por mí y decir que ni se me habría ocurrido en aquellos tiempos que algún día iba a publicar aquí en las condiciones en las que ahora lo hago.

Creo que ese miedo que todos compartíamos era el miedo a nuestro futuro y el asco lo dirigíamos hacia la que era nuestra vida actual. Bien, ¿debíamos tener miedo a convertirnos en lo que ahora somos? ¿Deberíamos seguir sintiendo asco?

He de decir que a mí las cosas me han ido bien y el asco ahora lo enfoco fuera de mí hacia todo lo que me rodea.

***

A cada palabra que escribo siento como si una nube de polvo se levantara. Es el polvo de mis recuerdos que traen a mi memoria un adolescente hormonado y cargado de energía contra todo, sobre todo contra sí mismo. El mismo adolescente que soñaba con convertirse en lo que ahora soy, más por fuerza de voluntad que por fortuna. Los mismos sueños que me hacían soñar con un futuro que ya ha pasado, un futuro que pasó con demasiada prisa.

Me gustaría sacar este blog del fondo de la estantería, como si fuera un libro que un día quisiste mucho pero que luego fue poco a poco siendo olvidado por otros que captaban más tu atención conforme madurabas.

Martín Edén, espero que sepas perdonarme.

domingo, 26 de abril de 2009

El funeral. Final

Entonces mueve los labios haciendo el papel de extra en esta obra de teatro y descubre incluso a su padre, el hombre más ateo que jamás conoció, recitando un padre nuestro al pie de la letra. Su padre es un gran actor también, ¡Aquí todos deberían estar en Broadway!
Pero papá no, René piensa que papá tiene miedo, le aterra la idea de morir. Por eso recita las oraciones, amparándose en las divinas palabras de esperanza escupidas por el sacerdote.
También piensa en el último suspiro de tío Luis, ¿era consciente del poco tiempo que le quedaba? ¿Qué sintió al desvanecerse en el suelo? Lo que más llama la atención de René es pensar en el momento exacto en que su tío perdió la conciencia. ¿Cuándo dejó de ser tío Luis para pasar a convertirse en un cadáver frío e inexpresivo? ¿Se dio cuenta de que estaba muriendo? René duda si pudo sentir miedo o libertad. René prefiere no pensar más. Prefiere cerrar los ojos y dejar que todo fluya. Entonces el sacerdote se acerca al féretro con algún objeto extraño y mientras dice Padre, perdona a Luis todos sus pecados, deja caer unas gotas de agua sobre el ataúd.
La palabra pecado pone la piel de gallina a René, en este momento desearía exterminar al cura, acercarse a él y levantándolo en el aire amenazarlo. ¿Qué pecados, de que pecados estás hablando desgraciado?
Tío Luis era una persona humana, con sus debilidades y sus fallos, pero René está seguro de que aquel, era uno de los hombres más nobles que jamás había conocido en vida. No se merece que una palabra tan sucia como pecado manche un momento de por sí ya, suficientemente sucio.
El pianista vuelve a tocar y el sacerdote despide el féretro, mientras, un tipo con gafas y camisa a rayas empuja el ataúd hacia el exterior, justamente por la misma puerta donde el regidor espera para felicitar la magnifica actuación del actor que ha asumido el papel de cura.
Todos han estado geniales. Incluso René. Me he comportado justamente como hay que comportarse, se dice a si mismo mientras coge aire preparándose para el momento final. La llegada al cementerio debe superar con creces la espera en la habitación y la misa de difunto. René está delgado, muy delgado, no ha comido nada, respira con fuerza, debe aguantar el tipo, quiere aguantar el tipo.

En el exterior, el coche fúnebre abarrotado de flores espera detenido a que los familiares formen fila para seguir el féretro hasta el camposanto. Dora abrazada a mamá camina por delante. René prefiere avanzar detrás. Siempre junto a su primo Jesús. Está seguro de que no volverá a verlo en mucho tiempo, tal vez hasta el próximo funeral, o bautizo o cualquiera de las celebraciones familiares de obligada presentación. El caso es que quiere estar con él hasta el final del entierro. René mira a su prima, en un momento se avergüenza de que sus ojos la hayan seguido hasta las piernas, recorriendo la vista por las montañas que forman sus insinuantes caderas. Es normal, se dice a sí mismo. Mirar algo bello, si no descubro algo fascinante en medio de un lugar tan terrible, mi mundo en el que todo fluye, dejará de hacerlo, todo se congelará.
René mira entonces al cielo y a un pájaro que vuela bajo. Luego su mirada se desvía hacia el coche fúnebre que ya roza las puertas del cementerio. Es un lugar antiguo, entonces piensa en la cantidad de memorias borradas que descansan allí. Memorias dispersas por el viento y por los huesos, y por las flores, y por el humo.
El humo sale despedido del crematorio. A tío Luis no lo van a sepultar. Al parecer nunca tomó parte en estos asuntos, parecía darle igual, por él, que lo quemaran, así todo sería más sencillo. Don Alejandro cruza un vistazo con René y sonríe cariñosamente.
Éste le devuelve la mirada y continúa vislumbrando el coche que se detiene a las puertas de los hornos. Del automóvil baja un tipo grande y corpulento, lleva una camisa azul con el sello de la funeraria estampado en el bolsillo izquierdo. Se acerca a mamá y le estrecha la mano diciéndole que lo siente mucho. Entonces se gira y quita una a una las coronas de flores que decoran el coche. René lo sigue con la cabeza y descubre un gran promontorio de coronas como las del coche de tío Luis, todas indiscriminadamente puestas de mala gana unas encima de las otras.
La última flor es tirada con olvido, no es el último. Esta tarde hay varios funerales, vendrá otro coche y con más flores, tapará el recuerdo dedicado a tío Luis.
El monte de coronas destabiliza el mundo de René, ahora si que se está ahogando de verdad. Pero no se ahoga en un océano de agua, se ahoga en un océano de flores que se hunden unas sobre otras, las más nuevas sustituyen a las más viejas, y así funciona el eterno ciclo entre la vida y la muerte.
El féretro es sacado sobre una mesilla con ruedas de metal. Entonces, el tipo corpulento ayudado por otro de más baja estatura lo empuja por una cuesta que desaparece tras una pared blanca y lisa. René mira por última vez y sin poder congelar la imagen, el ataúd desaparece en la lejanía.
El tiempo se acabó, piensa René mientras observa los rostros compungidos de los familiares. ¿Y ahora qué? Ahora nada. Fluyan mis lágrimas, dice René.

sábado, 18 de abril de 2009

El funeral. Parte II

René mira a su primo y le pregunta si lo ha visto. Jesús no entiende bien, pero responde. Supone que se refiere al cadáver de tío Luis. Contesta que sí, que lo vio esta mañana, nada más llegar.
-¿Y la caja? ¿Es de madera?- Dice René con los ojos desencajados. Sabe que su primo se extrañará. No entiende esta obsesión por saber si la caja es de madera o no, tal vez sea la excusa perfecta para verlo, para comprobarlo con sus propios ojos.
En el fondo tiene miedo, no sabe con que puede encontrarse. El rostro de la muerte es anónimo. Ha visto incontables muertos en el cine pero nunca antes había sido un rostro tan familiar. Un rostro con el que ha compartido horas y horas de vida. Le debe tanto a tío Luis que se siente obligado a devolverle una última mirada, una última sonrisa de amistad, porque si algo era René, además de sobrino, es admirador.
Admiraba a su tío, tanto que incluso había copiado su firma. En el permiso de conducción, junto a la fotografía, había una marca de lo más peculiar. Era exactamente la misma firma que año tras año había visto dejar plasmar a su tío en todos y cada uno de los documentos en los que trabajaba. Ahora, esa firma habría desaparecido en el olvido. De aquella forma inocente e involuntaria, René había conseguido mantener en esta dimensión una parcela de vida ya muerta.
¿No quieres verlo verdad?- Pregunta Jesús sacando a René de un mar de conjeturas extrañas. René no dice nada, termina su copa y espera a su primo para volver a la habitación. Cuando regresan no hay tanta gente como antes, en cambio, el número de familiares ha aumentado. Ahora puede ver a papá y a mamá que están sentados junto a Dora. También puede ver a Laura, una prima segunda con la cual no tiene relación, es joven y guapa. Junto al cristal, Don Alejandro mira el cadáver de tío Luis. Don Alejandro es un señor alto y delgado de bigote espeso. Antiguo vecino y amigo de la familia.
René se sienta de nuevo en el sillón de terciopelo y espera a que el cristal quede solo. Sí va a mirar a través de el prefiere hacerlo en la intimidad, no quiere que nadie se entrometa en un momento tan delicado. Espera unos segundos mientras lee el periódico y entonces se levanta. Sus pasos son lentos e inseguros, como los pasos de un ajusticiado intentando retrasar su final en el patíbulo. Ahora mismo René es un condenado a muerte, se dirige inevitablemente hacia la horca, en cuanto vea a tío Luis su universo explotará dramáticamente. No quedará ni un atisbo de esa belleza que había conocido a lo largo de estos años. René roza el cristal, su aliento lo empapa. Apenas puede ver ya que una cortina cubre la mampara. Observa a su lado un diminuto mando con las indicaciones de una flecha hacia arriba y hacia abajo. Aún está a tiempo de volver al sillón de terciopelo y no deteriorar así la última imagen viva de su tío.
Por un momento piensa, su valor se tambalea en una cuerda floja. Entonces agarra el mando y presiona sobre la flecha hacia arriba. La cortina se abre tímidamente, como sí fuese una puerta al otro mundo, una ventana que contacta con el más allá, con la otra orilla de la vida, allí donde todos reposan en paz a salvo de los ajetreos vitales.
El cristal queda desnudo y René descubre a un completo desconocido dormido en una caja. Observa y reflexiona, parece que el ataúd es de madera, pero no está seguro del todo. Mira la habitación, no quiere detenerse en analizar el cuerpo que posa ante él. Es extraño, tiene todos los rasgos de tío Luis pero sin embargo no es él. ¡Maldita sea! ¿Qué le ha pasado en el rostro? Su piel se ha vuelto tersa y blanquecina, su nariz, fina como la delgada línea entre la vida y la muerte. El tabique nasal ha desaparecido. Sus orejas han tornado en pico, y sus labios, apenas queda sangre en los labios, se han encogido hacia dentro como un suave trazo negro en el papel. Lo mismo ocurre con sus ojos. Sus ojos están cerrados, serios, su semblante es otro. Este no es el rostro del tio Luis, un desconocido se ha apoderado de él. Entonces recuerda todas esas historias sobre el alma y su trasmigración. ¿Será cierto todo aquello sobre la resminiciencia? ¿Sería verdad que tío Luis había estado poseído por un alma que a día de hoy ha desaparecido por completo? ¡Me importa un carajo! Este hombre no es mi tío, se dice a sí mismo una y otra vez. Este hombre está muerto y no me reconoce. No puede sonreírme cuando me acerco. Tiene el rostro de la indiferencia. Tiene una máscara.
¿Y su memoria? Su memoria ha sido borrada como el disco duro de un ordenador. Todo fluye, todo fluye río abajo, todos esos momentos han sido devastados por una masa de agua incontrolada que corre desbordada hacía la nada. Y la riada se lo lleva todo, no deja un mísero recuerdo. Lo peor de la muerte es que no te deja si quiera un salvavidas al que agarrarte. Ahora René se ahoga en un trasatlántico sin botes ni flotadores. La muerte no da tregua colega, no da tregua.
-Es como si estuviese en un plácido sueño…- Dice una voz femenina justo al lado de René. Éste se gira y descubre que se trata de la mujer de melena rubia que anteriormente había estado consolando a Dora. René no la conoce pero habla con ella. Se presenta, al parecer, aquella mujer había sido durante muchos años una especie de hermana para tío Luis. Se habían criado juntos cuando eran pequeños pero desde hacía años, nada sabían el uno del otro. René supone que eso que dicen sobre los lazos familiares nunca ha estado muy bien visto entre los suyos. Parece que en su familia todos son seres individuales, nadie sabe nada de nadie hasta que mueren. Hasta que Dios llama a su seno a alguno de los nuestros.
-¿Crees en Dios?- Pregunta la hermana perdida de tío Luis. René ve estupido reflexionar ahora sobre el tema. Al fin y al cabo, no importa mucho. No le consuela, si Dios existe debe tener un abogado de lo más eficiente y profesional.
Ambos quedan delante de la cristalera mirando hacia el féretro. René asegura que no conoce a su tío, que no lo entiende, de repente, sus gestos, su expresión ha cambiado. La mujer del pelo rizado advierte que eso es lo que hace la muerte con las personas, los convierte en fantasmas.
Un timbre saca a ambos del estupor. Es el teléfono de la habitación. Mamá dice que es la hora. Que deben irse de la habitación, la ceremonia va a comenzar y en la capilla el sacerdote está esperando para soltar el sermón previo al entierro.
Todos bajan por unas amplias escaleras, es curioso, pero apenas queda nadie para la misa, sólo unos desorientados familiares que bajan sin mucho animo escalón tras escalón.
Este lugar tiene un aire extraño, René no está seguro si transmite alegría o tristeza. En todo caso, el ahogo no ha desaparecido de su corazón. En recepción, y justo encima de la cabeza de la chica que atiende el teléfono, un cartel luminoso indica una serie de nombres con números a un lado. Es como la salida de los trenes, como los títulos de las películas a las puertas de un cine. Los nombres de los fallecidos se indican con el número de la habitación a un lado.
A lo lejos puede ver la gran puerta que te absorbe hacia la capilla. Un pianista malpagado deja sonar unas tímidas notas mientras todos se sitúan en el lugar correspondiente. René se sienta al lado de su primo Jesús. Desde allí ve como el sacerdote aparece por una estrecha puerta, la cual no sabe a donde lleva. Tal vez sea parte del decorado, tal vez detrás esté el regidor, el iluminador y el técnico de sonido observando el espectáculo. Tal vez detrás de aquella puerta esté tío Luis, disfrutando con arrogancia, del magnifico drama que han preparado.
De repente todo el mundo se pone en pie, el cura ha hablado y René ni siquiera se percata. Sentado, mira hacia una estatua de sabe dios que santo. Don Alejandro le hace un gesto desde el otro lado, René se levanta y observa la ceremonia desde la distancia espiritual. Queda sorprendido de que todos sepan las oraciones, de que todos la reciten al pie de la letra. Él desde luego no tiene ni la más remota idea de lo que hay que decir.

jueves, 16 de abril de 2009

El funeral. Parte I


René acaba de llegar del norte. Después de un largo viaje se deja caer sobre el sillón aterciopelado de la habitación. Ni siquiera ha tenido tiempo de soltar las maletas en casa. Todo fluye, al menos eso piensa cuando observa el centro de flores situado sobre una de las diminutas mesas de madera. Un periódico abierto descansa a su lado, alguien lo ha estado leyendo .El tío Luis leía mucho.
Murió ayer, el tío Luís murió ayer, no volverá a leer el periódico, todo fluye, eso piensa René mientras se acaricia, con cierto tono de nostalgia, su largo cabello negro.
La habitación está repleta, a muchos los conoce, a otros no. El ambiente es solemne, no le gusta, René detesta los funerales, ¡nadie adora los funerales! Se dice a sí mismo excusándose del peso terrible que siente sobre la nuca. Por un momento cierra los ojos con fuerza e intenta desaparecer de allí, tal vez llegue a una ciudad desconocida, una ciudad repleta de vida, de tráfico y de mujeres. No quiere estar en este lugar, lo desorienta, le rompe el género de vida. No puede asistir a ningún funeral porque la armonía de su mundo se deteriora, se resquebraja como una estatua vieja de porcelana. Lo pensaba en el tren y lo piensa ahora. La muerte es obscena, la muerte es un despropósito, una vergüenza.
Su primo Jesús descansa a un lado, tiene los ojos en blanco y la boca abierta. La cabeza inclinada hacia atrás da muestras de que ha pasado gran parte de la noche en vela. Ni siquiera se ha percatado de su llegada. En un sofá, justo en la parte posterior de la cristalera donde reposa tío Luis, una mujer de pelo rubio y rizado agarra por las manos a Dora. A la mujer de melena rizada no la conoce, no la ha visto jamás. Dora es la esposa de tío Luis, tiene el rostro pálido y decrépito. Apenas llora, tal vez no le guste llorar en público. René no llora, le gustaría pero no puede. Sólo llora por las noches. Enroscado y con una sensación de ahogo insoportable.
Un tipo gordo y bajito enciende un cigarrillo, fuma con ansiedad. Seguramente sea un viejo amigo de tío Luís. Fuma deprisa porque como René, siente el peso de la vida en los funerales. El tipo se acerca a tía Dora y le da un tímido abrazo, seguidamente le dice que lo siente, que Don Luís era un tipo ejemplar, un carácter de los que no abundan.
René sonríe, se pregunta si cuando el muera todos harán lo mismo, si todos hablarán bien de él. No somos nada, un día estamos tranquilamente paseando por el campo, y al otro…René observa el techo mientras escucha las reflexiones del tipo gordo.
Tío Luís murió mientras paseaba, en un sendero perdido del bosque. Tenía cincuenta y cuatro años y estaba sano. Al menos eso parecía, un infarto al corazón hizo que se desvaneciera en medio de la nada. Ahora está en una caja de madera, seguramente sea madera, René aún no se ha levantado del sillón para comprobarlo. Tiene miedo de acercarse al cristal y descubrir en que consiste eso de la muerte.
Una vez un vio un gato muerto, pero de eso hace mucho tiempo. No es lo mismo ver a una persona, es diferente, realmente no lo sabe porque nunca ha visto ninguna.
La habitación sigue abarrotada. Por la puerta entran un grupo de jóvenes, seguramente sean de su misma edad, ninguno supera los treinta. Se trata de tres chicas rubias y un tipo delgado con el pelo de punta. René no los conoce, por eso los mira fijamente, seguramente sean más compañeros de trabajo. Dora se levanta y los saluda con la mano, su rostro ahora se ha vuelto rojo, tiene la piel seca. La mujer del pelo rizado no se separa de ella.
El primo de René despierta en el sillón, lo observa y se gira para saludarlo. A pesar de ser primos no tienen ninguna confianza, de hecho, René apenas sabe nada de su vida. No son la familia unida que sale por televisión. Jesús se inclina y en un momento suspendido, ambos quedan uno frente al otro en posición perdida. Jesús extiende la mano y René abre los brazos con intención de darle un cariñoso abrazo. Deben verse más a menudo, tienen la misma sangre y apenas se conmueve al tocarlo, Jesús es un completo desconocido, tal vez en su juventud habían jugado juntos pero ahora…ahora no queda nada. Todo fluye, nada sobrevive.
René se interesa por el estado de ánimo de éste. Jesús está acostumbrado a la muerte, cuando tan sólo tenía seis años, perdió a su madre. Su madre era la hermana de tío Luís. René supone que ahora están en el cielo como dicen, y que la salvación eterna está asegurada, no hay nada de que preocuparse.
-¿Quieres un café?- Pregunta Jesús con el rostro visiblemente agotado. René no es un gran admirador del café pero bebería orina de burra con tal de salir de la habitación.
Ambos pasan entre el bullicio de personas que han asistido al funeral y salen por la puerta siguiendo el pasillo que les conduce hasta la cafetería. Por el trayecto René puede observar las diferentes estancias acomodadas para el resto de fiambres que no han sobrevivido al día de hoy. En las puertas puede leerse el nombre de cada uno de ellos. Una diminuta etiqueta blanca los identifica, puedes averiguar al menos si se trata de un hombre o de una mujer. Si caminas despacio puedes descubrir a los familiares agolpados alrededor del cristal. Unos lloran, otros no. René piensa que unos nacen para llorar y otros…otros sencillamente no pueden llorar. No es que no quieran, el está seguro de que están deseando hacerlo, pero hay algo físico, tal vez un defecto de fábrica que lo prohíbe.
La cafetería está abarrotada, no es lo que se dice una sala de fiesta pero la gente come sosegadamente. Los rostros son largos, casi tocan el suelo. Una familia china se agolpa alrededor de una mesa mientras untan mantequilla en una tostada recién hecha. Todo fluye, es el pensamiento que René no puede hacer desaparecer de su cabeza. Al fin y al cabo ellos siguen vivos, la tragedia puede ser abismal pero Penélope seguiría tejiendo si Ulises hubiese sido devorado por el canto de las sirenas.
-¿Café con leche?- Pregunta Jesús animado. René lo piensa mejor y se arriesga a pedir un Vodka con soda. Teme que su primo lo mire mal, al fin y al cabo están en un funeral, beber debería estar obligado. Jesús guiña un ojo y al rato vuelve con dos copas, René se alegra de la complicidad establecida.
-¿Has encajado ya el golpe?- Los ojos de Jesús miran hacia el suelo mientras se tira de la camisa para quitar las arrugas. René teme la conversación, teme que su mundo interior se desmorone, no quiere jugar al juego de los sentimientos sobre la mesa, al fin y al cabo, y aunque no llore, todo esto le sobrepasa. Primero porque se trata de tío Luis y segundo porque se trata de la muerte. Prefiere mirar la copa de Vodka y beber. No quiere recordar, ¡es injusto! Si su tío ya ha perdido todo rastro de memoria el también debería poder hacerlo. En cambio ahora todo es nuevo. Antes sólo conocía la muerte a través del gato que vio cuando era niño. También está la televisión, pero la muerte en televisión está seguro René de que no es verdad. Esas cosas no pasan, se dice a sí mismo una y otra vez. De hecho, tío Luís no está dentro de esa caja de madera, si es que es realmente madera. Tío Luís está paseando por el bosque y todo esto es una broma. Es un teatro sentimental, nunca antes había disfrutado tanto con una obra. Los actores son geniales, su primo Jesús, bueno, antes pensaba que trabajaba en un taller de mecánica, no conocía sus dotes como actor de reparto en una tragedia así. ¿Y el tipo gordo? Ese rufián no está adulando la memoria de su tío porque su tío no está muerto. El tipo gordo habla mal, le clava puñaladas por la espalda porque tío Luis es un hombre más, una persona cualquiera en un mundo cualquiera. No ha sido santificado por la muerte ¡es mentira!

viernes, 10 de abril de 2009

El gusto de la nada. Final


A la mañana siguiente vuelvo a la biblioteca, paso por delante de Mónica y le vuelvo a mirar el escote.
-¡Ya está bien capullo!- Me dice con una sensación de falsa molestia en el rostro. Después se gira, agarra un libro y lo ordena en el carrito. Me sonríe. Sabe que mis vacaciones se aproximan y se interesa por lo que haré durante el verano. Lo cierto es que no tengo ni la menor idea, viajar estaría bien, además así escaparía de este calor desolador.
-No quiero viajar solo- Le explico mirándola a los ojos.- ¿Vienes conmigo?
-Jesús no me lo permitiría- Contesta ella tocándose ligeramente su anillo de compromiso. Veinte años casada con el mismo idiota y aún lo quiere. ¿Lo quiere? Bueno, realmente no estoy seguro, tal vez un día, en vez de invitarla a un viaje por el mediterráneo le pregunte sobre su felicidad matrimonial. Lo mismo se siente complacida por mi interés y se decide a acompañarme. Mónica no está mal, me gusta, pero está casada y no tiene el menor interés en un tipo como yo, que además de licenciado en gilipollía se está quedando calvo por la coronilla.
A las dos en punto salgo de la biblioteca y vuelvo hacia mi parada de autobús. Otro día de calor sofocante. El autobús va lleno, apenas se puede respirar. Al principio voy de pie, pero después consigo sentarme. Entonces aparece ella. Debería explicar quien es ella, pero realmente no conozco su nombre, sólo se que apenas tiene veinte años.
El año pasado, y para hacer más llevadero el pesado tiempo libre, decidí hacer un curso en la universidad, algo como un taller sobre literatura norteamericana del siglo XX.
El profesor era un imbécil, odio a la gente con vis cómica. Está bien si trabajas en el circo o en la televisión, al fin y al cabo la pornografía y la comedia hacen buena pareja, pero un profesor con el rostro de un payaso de feria me desconcierta, no me da respeto. Aquel tío hablaba sobre Tobias Wolff o sobre Raymond Carver con una estúpida sonrisa en la cara que me descolocaba del lugar, me hacía escapar de aquella clase a través de los conductos de mi mente. De aquella forma fue como la descubrí, quiero decir, a ella. A la chica que justamente y en este preciso instante se sienta en frente mía. El ángel, así se llama. Larga melena oscura, piel blanca y ojos profundos falsamenente inocentes. Me mira, le suena mi cara, lo sé. Sabe que soy el tipo cuarentón que acudía a su clase de literatura. Es delgada, tiene un cuerpo agotador. Lleva una carpeta en las manos, probablemente venga de clase. Habla con otra chica de su misma edad. Entonces cruza las piernas. Parece mentira que desde mi punto de vista sean unas simples niñas de colegio. Yo hace nada era un jovencito y ahora…ahora seguramente resulte obsceno que un tipo como yo la miré como la estoy mirando. Pero ella no se resiste, ella me sigue el juego, ¡le gusta jugar!
Pícara niña de papá, en uno de los movimientos de piernas decide situar su pequeño pie abotinado entre mi entrepierna, formando una montaña celestial con su rodilla. Estoy atrapado, si quiero cruzar las piernas no puedo. Ella continua con su juego, ahora hace vibrar su pierna de arriba hacia abajo, y yo pienso que esto no es posible. Que nadie se está dando cuenta de la carga erótica y personal que está surgiendo en este acalorado autobús.
Y el ángel ni siquiera me mira. Su amiga la distrae, ¿es que acaso para ella aquel movimiento es algo inocente? ¿No se da cuenta de lo mucho que significa? ¿Tan ilusa es? ¿Tan gilipollas? ¡Me niego a creerlo! ¡Está jugando! ¡Me está matando!
Pero mi placentero sufrimiento no dura eternamente, su amiga solicita parada y ambas bajan sonrientes sin ni siquiera mirarme. Desaparece.
Vuelvo a casa más entusiasmado de lo habitual. No es que yo sea un hombre que se emocione con poca cosa, necesito mucho para alimentar a la felicidad. Pero su pie rozándome es una idea que no puedo apartarme de la cabeza. Tal vez vuelva a hacerlo si la encuentro.
Vuelvo a la biblioteca y hablo con Mónica. Un día poco memorable. En la parada del autobús un viejo loco dice cosas inconexas, lleva el pelo despeinado y arrugas por todo el rostro. Tal vez yo no sea muy diferente a él, tal vez yo también esté loco. Luego pienso en el ángel, un loco nunca se enamoraría de ella. ¡Yo no estoy loco, no lo estoy! Decido volver a casa caminando, olvidar mi viejo y carismático autobús…el sudor me recorre la frente, saco un pañuelo blanco y me seco. El tranvía pasa justo a mi lado Se para y entonces aparece ella de nuevo, con su pelo liso y negro. Esta vez va sola.- ¡El ángel, el ángel!- Me digo a mi mismo mientras el corazón se esfuerza por sobrevivir. Camina deprisa, recorre la avenida principal a toda mecha. Por un momento pienso en seguirla, me parece una estupidez pero lo hago. ¿A dónde se dirigirá con tanto entusiasmo una chica como ella? Entonces pienso que si mi historia se viese en una película yo sería el personaje malvado y obseso que persigue a la inocente y joven chica. ¡Gracias al cielo no vivo en una película! ¡Gracias a Dios vivo entre los muros de la realidad! Donde la bondad y la maldad se confunden, donde la frontera de lo noble y lo cruel apenas se diferencia. Yo no soy un tipo malo, simplemente soy como un pececillo fuera del agua luchando por sobrevivir, igual que ella, igual que tu, igual que todos.
Supongo que unos sobreviven comiendo y otros comprando coches de última gama. Yo prefiero sobrevivir siguiendo al ángel, tal vez así me indique donde está el cielo.
De repente me encuentro en un lugar apartado y decadente, rodeado de callejones sucios y tendederos repletos de ropa vieja. Esto no se parece en absoluto al cielo. Una chica como ella no debería rondar estos barrios. La sigo hasta un local con un cartel luminoso que me deslumbra los ojos. Necesito sacar mis gafas para leer el rótulo. Mi sorpresa aumenta cuando descubro que aquel ángel celestial ha entrado en un sex shop, y no en un sex shop cualquiera, sino en uno de los peores que probablemente pueda encontrar en la ciudad. De repente una imagen demencial azota mi paz. El mundo pornográfico me persigue, no da tregua. Es la imagen de un viejo con el pelo blanco, vestido con camisa a rayas, mientras grita en un idioma que parece ser alemán, azota en el culo con un látigo de cuero a una mujer de mediana edad fea y robusta. La imagen se presenta en mi cabeza con cierto grano de película sucia, o no, mejor dicho, la imagen tiene la estética de un VHS con los colores tristes y las rayas pasando de arriba hacia abajo constantemente. Lo cierto es que la mujer robusta y fea desparece de la escena y me da paso a mí. Ahora soy yo quien recibe los latigazos. El viejo me mira con placer, me bajo los pantalones y comienzo a recibir un latigazo tras otro. Y al descubrir como el ángel entra en el sex shop, mi mundo, perfectamente estructurado se derrumba, ahora se que por mucho que desees situar un libro en orden alfabético, Anna Karenina siempre puede aparecer en el estante dedicado a las obras que empiezan por S, y entonces el orden literario se desmorona, y entonces el orden cósmico ordenado se convierte en orden cósmico caótico. Porque el ángel no debería entrar en un sex shop. La vida debe seguir un orden, no puede desmoronarse todo de esta forma, Quiero decir, no tiene sentido, las obras magnas deben de estar en los museos no en las calles. Igual que los presos deben estar en las cárceles y los locos en el manicomio. Pero si yo no estoy en el psiquiátrico, quiere decir que conmigo el orden tampoco ha sido muy estricto. El orden debe tener unas vacaciones prolongadas. La pornografía ha tomado el poder, ya nada está en su sitio.
Me encamino hacia el sex shop, apenas entro y una sucesión de imágenes me penetra en la pupila. Una colección de películas X puebla las estanterías del establecimiento. Curiosamente también siguen un orden. Es curioso como el mundo porno también tiene sus reglas. Me resulta curioso, tanto placer y desenfreno gobernado por unas normas aparentemente invisibles.
En una televisión situada en la parte superior de la pared veo a una chica joven que se desnuda lentamente. Es rubia y guapa. Parece ser que antes iba vestida de azafata.
-¿Puedo ayudarle en algo caballero?- Dice una grotesca voz que aún no puedo identificar. Me giro y observo como una mujer gorda y de pelo rojo me habla desde el mostrador. Tiene el cuerpo lleno de tatuajes y una boca en la que apenas quedan dientes. Mi mente piensa por mí, entonces gira mis ojos hacia una cabina negra situada justo debajo del televisor donde la chica rubia se desnuda.
-¿Puede darme un ticket para la cabina?
-Claro amigo, ¿De cuanto tiempo lo quiere?- Me dice la gorda mientras intento averiguar donde se ha metido el ángel. Aquel lugar no es tan grande. No ha podido ir muy lejos. Le digo a la dependienta que sólo estaré media hora. Entonces abro la puerta y entro en la cabina. Es como un cuarto oscuro iluminado por una pequeña bombilla con la que puedo leer las instrucciones de uso. Meto el ticket en una ranura y ¡bingo! Un escenario rosa se ilumina ante mí. Es giratorio. Me siento como uno de esos policías que vigila a su peligroso asesino desde el otro lado. Un royo de papel higiénico cuelga de la pared, y entonces mi mundo es sacudido por un terremoto, por un terremoto de esos que se tragan ciudades. En este momento soy un ciudadano de la Atlántida que se hunde en algún punto del océano. El ángel aparece en el escaparate completamente desnudo. Su inocente cuerpo ya no es tan inocente. Lo cierto es que tampoco va al descubierto del todo, unas alas de algodón blanco cubren su espalda. La chica comienza a moverse insinuantemente. Su pierna se encoge situándola de la misma forma en que lo había hecho días antes en el autobús. Entonces miro su pie, esta vez no lleva botines ni carpetas, su pie está desnudo. Ya no es la chica universitaria que conocí en clase de literatura. Ahora ha quedado reducida a una simple imagen erótica que me remueve las entrañas. Se acerca al cristal y posa su lengua lamiendo de abajo hacia arriba. Me excito pero como me estoy hundiendo en el océano no puedo hacer nada. El papel higiénico quedará tal y como estaba antes de que entrase en la cabina. El ángel continúa chupando el cristal. Me hace daño, ¡me duele! No quiero continuar con el espectáculo. Seguramente sea el primer cliente que abandona el show antes de acabar. No me importa, la miro una última vez, me excita. Cierro los ojos y abandono el sex shop.
Al salir a la calle acelero el paso hasta correr velozmente por la ciudad. Corro como nunca en mi vida lo he hecho. Ahora si que parezco un loco, un gilipollas corriendo por la ciudad. La gente me mira. Vuelvo a casa, me ducho y me meto en la cama.
Al día siguiente vuelvo a la biblioteca. Mónica me sonríe pero no puedo quitarme una imagen de la cabeza. El ángel continua haciendo movimientos insinuantes y me sigue doliendo. El mundo pornográfico vuelve a desestabilizar mi equilibrio vital, mi orden, estoy muerto.
Cuando vuelvo al autobús ella está allí. Con su amiga. Hoy es una universitaria sin nombre. La miro y me mira, me reconoce de clase, en el sex shop desde el escenario no pudo ver mi rostro. Era un completo desconocido, incluso más de lo que soy ahora. Quiero abrazarla y hacerla escapar de aquel mundo sucio y obsceno. Lo cierto es que ella no quiere, ella no quiere escapar de allí. Le gusta su trabajo, le gusta ser un ángel cada noche en un oscuro y maloliente sex shop de barrio.
Entonces miro por el cristal y observo a la gente cruzando las avenidas y corriendo de un lado hacia otro. Me pregunto si ellos también tendrán una doble vida, si serán unos obsesos como yo. Tal vez también disfrutan con los pequeños placeres de la vida como mirar a través del ventanal de un autobús. Tal vez también sientan ese pequeño gusto de la nada, de la nada de existir, de la nada de morir.
El ángel habla con su amiga, me mira y sonríe. Después desaparece por la puerta.
Me he hundido en lo profundo del océano. Soy una especie de hombre pez que nada a contracorriente. Llego a mi parada y bajo del autobús. Hoy hace un día estupendo.

martes, 7 de abril de 2009

El gusto de la nada. Parte II

-¿Me deja salir?- Dice la chica que no me entiende. Me mira entonces y sonríe. Rara vez te sonríen cuando dejas pasar a alguien. Ni siquiera yo lo hago, tal vez ella sea un caso especial, tal vez ella sea una persona única y diferente. Nunca lo averiguaré, el autobús se para, abre las puertas y ella desaparece perdiéndose en la inmensidad de la ciudad.
Al llegar a casa no tengo mucho que hacer. Siempre me quito la ropa y tras buscar las zapatillas me tumbo en el sofá. Al principio solía escribir, mucho. Ya no. Ahora veo la televisión. A veces me da asco mirar hacia la pantalla, pero el cuerpo se acostumbra.
Por la mañana desayuno y vuelvo al trabajo, de nuevo me convierto en gilipollas y ayudo a buscar libros a aquellos pobres de espíritu que ni siquiera saben seguir el orden del abecedario. A, b, c, d, ¡coño, es bien sencillo!
Saludo a Mónica, trabaja en préstamos. Me gusta, podría decir que está como un queso pero realmente no es para tanto. Mi gusto se aliena, se vuelve conformista. Supongo que es culpa de la televisión, antes prefería escribir que ver los estúpidos programas de pornografía, o de videncia, o de pornovidencia, tampoco importa mucho, hoy día todo tiende a fusionarse. Hoy todo me parece pornografía barata. Supongo que ese mundo en blanco y negro lleno de estilo y glamour era una farsa de Hollywood. El caso es que cuando yo piso la calle sólo veo pornografía. La gente ya no habla, la gente goza, se comunica a través de orgasmos, y yo los miro mientras ellos creen que mueren de placer. Con sus peinados a la moda, con sus trajes de chaqueta naranjas, rosas y púrpuras los días de fiesta. Y a mi me da asco. Todo es porno u obsceno. Salvo ella. Ella es diferente. No tiene nombre, incluso la había olvidado.
Me despido de Mónica, le miro el escote discretamente, ella no tolera que sea imbécil, esa excusa no le sirve. Voy caminando lentamente hacia la parada, hace calor, vivir en el sur es detestable durante los meses de verano. Un coche descapotable avanza rápidamente hacia mí, tal vez me abra las puertas y una rubia despampanante me invite a subir. Tal vez me lleve lejos de aquí. Nada de eso ocurre, pero mientras el descapotable pasa por mi lado me deja escuchar unas notas de John Coltrane. Estupendo, no es una rubia pero durante una milésima de segundo fue Coltrane. Ahora llevo su melodía dentro de mí. Justo lo que necesito para el trayecto de vuelta a casa.
Subo al autobús y busco mi sitio. Está libre. Me siento y miro por la ventana. Durante las próximas tres paradas suben un sin fin de gilipollas más. Ninguno se sienta a mi lado, van ocupando las filas delanteras. Un tipo gordo y feo llega el último, mira mi asiento y finalmente acaba sentándose en el otro extremo. ¡Genial! El calor debe convertirme en un monstruo con el que nadie desea compartir asiento.
Entonces, en una de las paradas, concretamente en la Avenida Carlos II, una chica delgada y de rostro dulce entra en el autobús. Recorre el pasillo y ¡bingo! Se sienta a mi lado, John Coltrane en mi mente y la belleza a mi lado. ¿Se le puede pedir más a un mundo pornográfico?
La chica lleva un pantalón vaquero apretado, sus hombros al descubierto, sólo tapa su pecho una blusa que se enrosca alrededor de la espalda. Su larga melena negra va a juego con unas gafas de sol cuadradas que apenas me dejan investigar su mirada. Presiente que la miro, recojo los datos adecuados y juego con ellos en mi imaginación mientras continuo mirando a través de la ventana.
Entonces una vieja se acerca, llena de arrugas y con la decrepitud en los brazos. Y la belleza se esfuma.
-Siéntese aquí señora- Dice la chica levantándose lentamente de su asiento. Al cabo de dos segundos la vida se ha convertido en muerte. La belleza se ha transformado en fealdad y tristeza. Entonces me reconozco en la anciana y me entra una sensación de ahogo y desesperación. Porque entonces me acuerdo de la muerte, y yo no quiero morirme. Aquella joven era demasiado dulce y bondadosa, estaba bien, no era pornografía como las demás. Entonces recuerdo a la chica que no me entendía y que sonreía al salir del autobús, y pienso que en menos de dos semanas he conocido a dos chicas sensacionales, y por eso yo no quiero morir.
La vieja me mira y me sonríe. Le hago un gesto de complicidad, parece una persona entrañable. Dos paradas después, la chica de las gafas cuadradas se evapora entre el resto de transeúntes.
Llego a casa y me preparo algo de cenar. No tengo hambre. Esta noche me acuerdo mucho de la muerte. Es curioso como sin conocerla, la recuerdo más a ella que a mi madre, o a mi padre. Ellos si la conocieron, murieron no hace mucho.
Eran viejos, como la anciana del autobús. Tal vez por eso deteste tanto la vejez, tal vez por eso no me gusta que ningún abuelo se siente a mi lado. Porque son como un recuerdo doloroso pegado a ti.

lunes, 6 de abril de 2009

El gusto de la nada. Parte I


Este humo desolador ya no me soporta. Mis sentidos se acostumbran, mi olfato lo expulsa, apenas deja pasar un mísero brote de vapor. Este autobús de mierda me descompone el estómago, sobre todo los martes, no se que ocurre los martes pero me devasta, me corrompe, me desconcierta su interior, con sus pintadas en las cristaleras, con sus periódicos del día anterior reclinados sobre los asientos. En realidad es la gente quien compone el lienzo, quiero decir, son todos los viajeros, subiendo y bajando compulsivamente quienes hacen que la línea veintiocho con dirección a la alameda principal sea un paréntesis en esta existencia vital, tan llena de vida y a la vez tan llena de muerte. Porque el sol entra por el ventanal mientras el aire templado acaricia tu cara, lleno de muerte, pues porque…porque seguramente nunca han subido a un autobús un martes a mediodía. A esa hora todo son arrugas y dentaduras postizas, y lo mejor será que no levantes la cabeza, que sigas perdiéndote en los versos de tu libro, de tu libro de poeta alcohólico, de Faulkner o de Celine o de cualquier otro desgraciado, mejor que levantar la vista y observar la decrepitud en persona.
En cambio, me encanta viajar en autobús los viernes por la tarde, prefiero la línea 27 con destino a la plaza norte. Me he fijado que todas aquellas despampanantes mujeres acaban sentándose en el primer asiento, justo en aquel que descansa detrás del conductor. Si una mujer de piernas largas, culo prieto y busto redondo entra en un autocar, lo más probable es que acabe sentada en el asiento delantero, ese que encuentras a tu derecha cuando pagas el viaje. ¡Dios mío! Allí siempre está ella, no importa que sea rubia o morena, que lleve el pelo ondulado o tenga pecas dispersas por el pecho ¡Adoro las pecas! Sobre todo si son el pecho.
Un día, mientras volvía a casa una de esas chicas se sentó a mi lado. Era joven, tal vez no superaba los treinta, pelo castaño, casi pelirrojo, menudas piernas, menudo culo ¡menudo rostro! Hablaba por el móvil, la verdad es que nunca hago caso a conversaciones ajenas, pero con ella…con ella debía detenerme, debía suspirar y aventurarme a comprobar que seguramente aquella mujer también era gilipollas. No me gusta pensar así del mundo, quiero decir, no quiero creer que la mayoría de las personas que pueblan la ciudad sean imbéciles, tal vez yo también lo sea pero me cuesta reconocerlo. De hecho creo que soy estúpido, el más estúpido de todos. Me avergüenza reconocerlo, soy gilipollas si, tengo el diploma de subnormal profundo colgado sobre mi escritorio. Cada mañana cuando me levanto y poso los pies sobre el frío mármol allí está, esperándome, recordándome que tengo el premio al tipo más gilipollas de la ciudad. Al principio me molestaba, ya no. Tampoco está tan mal ser un completo idiota.
Por ejemplo, puedes subir al autobús y sentarte donde te de la gana, como eres gilipollas, los otros idiotas creerán que su deber es ceder el sitio a aquel que está por debajo de su nivel. También puedes girar los ojos hacia el escote de la pelirroja y hacer como que eres tonto, como si en realidad en vez de estar mirándole las tetas, estuvieses mirando un enorme cucurucho de chocolate, o para ser más exacto, dos globos de feria que como buen subnormal que eres deseas con todas tus ansias.
Yo soy así, no soy culpable de ello, de hecho, ni siquiera se como conseguí el puesto de funcionario en la biblioteca pública. No tengo ni la menor idea. Llego cada mañana y me siento en mi mesa, allí siempre tengo algunos formularios que rellenar, poca cosa. Luego me levanto y paseo entre las filas de libros arrumbados uno junto al otro. De vez en cuando algún lector perdido me busca para solicitar ayuda, tiene gracia, un subnormal ayudando a buscar un libro. El caso es que al final siempre encuentro lo que quieren, tal vez no sea tan tonto.
Mi turno acaba a las dos, a esa hora, seguramente a las dos y media para ser más exactos, pues siempre paso por el baño antes de salir, y saludo a las chicas de los préstamos, me dirijo hacia mi parada. Línea 28, otra vez… ¡pero no es mediodía! Son casi las tres y a esa hora el ambiente es recargado, demasiado recargado para mi gusto. A veces debo ir de pie, me canso, apenas rozo los cuarenta y ya me canso. Muchas veces el sudor me recorre la tela de la camisa y un escozor desagradable me conmueve el cuerpo. Entonces me gustaría gritar y dar puñetazos al aire, pero no puedo, porque en el fondo parezco un hombre serio y educado y porque en el fondo, debo seguir guardando la compostura.
Pero justamente da la casualidad que hoy el autobús va prácticamente vacío, tengo libertad para elegir donde sentarme. Hay gente que cambia tres veces de asiento antes de acomodarse definitivamente, yo no, yo si me siento ya no me mueve ni el dedo castigador de Dios. Y si un viejo se acerca, pongo cara de subnormal y espero hasta solicitar mi parada. El otro día me vi, habían puesto mi cara justamente al lado del pictograma de la mujer embarazada. El cartel era azul, y junto al de personas mayores y discapacitados físicos estaba yo, mi cara, mis ojos, debían cederme el sitio porque era el ganador al tipo más gilipollas de la ciudad.
El caso es que aquel día, justo el día en el que todos los asientos están vacíos, una chica rubia, muy guapa, se ha sentado en mi sitio habitual, si, ese que queda casi al final del autocar, son asientos de cuatro, dos mirando hacia el frente y dos mirando atrás, yo siempre me sentaba en el que daba al frente, junto a la ventana. Allí nunca me mareo, allí puedo leer tranquilo, y si la lectura me cansa miro por la ventana para disfrutar de mi original y nunca vista ciudad. Ando por el estrecho pasillo y entonces allí está ella, con sus elegantes piernas apoyadas contra el asiento del frente, a su lado, un asiento completamente libre, y al otro extremo, la misma situación, claro que en el otro extremo tengo la incomodidad de ir de espaldas al trayecto. Entonces la miro y por un momento me siento culpable de acomodarme a su lado, podría pensar que teniendo todo el autobús para mí, me siento a su lado porque soy un pervertido o porque simplemente quiero oler su esencia. ¡No me importa! ¿Es qué acaso por que sea guapa ya tiene todo el derecho del mundo? ¿Acaso no soy yo un ser humano igual que ella?

-Yo me siento a su lado señorita, simplemente porque usted me ha robado mi sitio, no porque sea un bombón y necesite de su presencia- Ella me mira con cara de no entender un carajo de lo que digo, tal vez sea extranjera, o tal vez también sea gilipollas, no sería raro. Entonces miro al frente, delante mía hay otra chica joven, sólo la veo de espaldas, concretamente le miro una constelación de lunares en sus hombros. Viaja sola, un viejo entra por la puerta, recorre el mismo pasillo que yo y mira a su derecha donde está la chica, a su izquierda tiene dos asientos vacíos, completamente vacíos ¿Adivino dónde se va a sentar? Me aventuro y acierto, justamente su culo va a parar al lado de la chica. Pero no es extraño, es un viejo y la chica es guapa, es fácil mirar mal, pero…la vejez es una crueldad irremediable. Da igual que hayas sido un cabronazo toda tu vida, si Hitler hubiese llegado a los noventa seguramente ahora parecería un tipo entrañable. Las arrugas engañan, el pelo blanco también.